martes, 30 de julio de 2013

En esta cálida mañana debería estar jugando al golf con mis honorables compañeros y hermanos de la promoción XVIII del colegio Antonio Raimondi; pero estoy frente a mi laptop Apple, que está apoyada sobre mi escritorio de fino mármol para escribir un rato y despejar mi alma. Mi nombre es Francesco Rebagliati, me encanta comer caviar, vivo en La Planicie, no sé si conocen mi vecindario, probablemente no, pocos entran. Desde que nací me di cuenta de que la vida ha sido muy generosa conmigo: mis padres me llevaban al club Regatas cada vez que tenía ganas de jugar al tenis; contrataron a un chofer que estaba dispuesto a movilizarme a toda hora y a cualquier lugar; y el año pasado me pagaron un lujoso viaje a las Bahamas con mi bella enamorada Antonella.

El resplandor de mi vida no tenía límites, tenía todo a mi disposición, pero menos mal la vida me preparó algo diferente. Cierto día, en una lluviosa tarde de mayo, le pedí a Benito, mi chofer, que me llevara al estadio de Alianza Lima para ver el entrenamiento de mi amigo Mario, pero al parecer Benito estaba pasado de copas ese día y terminó estrellando el Ferrari de mi viejo y pinchando una de sus llantas en un humilde barrio cercano al estadio. Les pregunté a los civiles que caminaban donde me encontraba, nunca había visto una comunidad repleta de personas de rasgos andinos tan marcados, pensé que mi profesor de Historia del colegio Antonio Raimondi estaba loco y solo venía a contarnos leyendas cuando nos hablaba sobre los Incas. Se trataba del barrio de El Porvenir, ubicado en el tradicional distrito de La Victoria.

Me encontraba desolado con el ebrio Benito y una llanta pinchada, no sabía a dónde ir, hasta que llegaron tres adolescentes fornidos, de tez negra y con camisetas de mi querida Azurra que obviamente me daba cierta desconfianza al ver el logotipo y ver la palabra Pumba bordada al uniforme. Pensé que estos tres pillos se iban a pelar el Ferrari que tanto le costó a mi viejo, sin embargo, me sorprendieron cuando se dirigieron a la llanta y la arreglaron en cuestión de minutos. No parecían ser tan malos después de todo, boté un par de lágrimas y me quede paralizado por unos segundos al no saber cómo agradecerles a estos desafortunados muchachos. Para terminar mi aventura en el viejo barrio victoriano, abrí la maletera del vehículo y saqué tres camisetas: una del Inter, otra del Milan y otra de la Juve. Les entregué las camisetas y les estreché la mano, después juré durante mi regreso a La Planicie que jóvenes de gran corazón como estos ya no podían ser ignorados.

A mí siempre me había molestado que mi amigo Mario me haya querido persuadir para que juntos tomemos la iniciativa de ayudar a los más necesitados, marchar por problemas sociales que no nos afectaban, pero el iba por figuretti, para aparentar que era un luchador social y que no le peguen en los sitios bravos. Probablemente al acudir siempre al estadio íntimo conocía mejor esta realidad, pero yo nunca le hice caso porque siempre viví segado y no tenía conocimiento del mundo exterior. Ahora que tuve suerte para sobrevivirlo y me beneficié de la hospitalidad de sus jóvenes pobladores, estaba dispuesto a dedicar parte de mi vida a hacer sonreír con el dinero que tenía de sobra a las poblaciones relegadas del crecimiento económico del país, en parte porque ya no sabía que más hacer con tantos billetes inservibles en mi cuenta de ahorros.

Me ponía muy feliz esta situación, ahora que había abierto mi mente a otras realidades regresé a visitar a mis tres amigos y les invité algunos de mis cigarrillos Marlboro para pasar un buen momento. Era divertido pasar tiempo con ellos, con mis amigos de El Porvenir, pues la mayoría de mis patas del cole eran muy zanahorias y yo quería juntarme con gente más pilas y de buen corazón.

Mientras que mis amigos del Raimondi les gustaba hacer parrilladas y tomar el vino más fino que cogían de la casa; mis patas de El Porvenir, en cambio, nos reuníamos en un parque a tomar unas chelas y robar sanguches de los supermercados. Eso se adaptaba más a mí porque yo era un tipo de adrenalina. Tenía la vida hecha y me sacaba tragos de Vivanda por chongo, en cambio ellos lo hacían por necesidad, porque no tenían dinero para comprar. Con la gente del Raimondi iba a alentar a Alianza en el carro con el chofer y nos instalábamos en la tribuna de Occidente bien sentados a aplaudir cada jugada. En cambio, con los de El Porvenir se siente más pasión, vamos al estadio lateando, nos metemos al Comando Svr y nos metemos otras cosas más para estar loquísimos. Con los del colegio pituco hacemos competencias artísticas, sacamos nuestras acuarelas importadas y confeccionamos pinturas o lienzos para que nuestras madres le saquen cachita a las otras mamás. Mientras que con los de El Porvenir nos pasamos por la punta del pájaro el respeto por la propiedad privada y ensayamos nuestros más groseros graffitis en las casas abandonadas, puentes, paredes para sacarle cachita a los de la U o meterle terror al otro barrio.

Es por eso que sigo viendo a mis amigos de El Porvenir hasta ahora, es más, constantemente los invito a que me visiten a La Planicie y se llenen de buenas energías con las brisas de los árboles. Porque los quiero, porque a pesar que somos diferentes socioeconómicamente compartimos los mismos gustos y que ellos no puedan tener los lujos que yo tengo es por cuestiones de la vida, del sistema. Si me estás leyendo y eres millonario te aconsejo que no seas elitista, da lo que te sobra (al menos) y comamos caviares juntos pues la diversión está en los rincones más profundos de nuestra misteriosa capital con gente que quizá ni te imaginas.

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