Escribe: Rodolfo Rodas Oré
‘‘…Pedimos un par de vinos. Faltaba poco para la media noche y la llegada del cumpleaños número veinte de Silvia. Nos alegramos un poco con el vino. Las risas eran más frecuentes y los temas más candentes…’’
Nota: La siguiente historia es de ficción. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
Silvia era una chica linda que en sus horas libres trabajaba en una agencia de modelos. En sus horas de oficina trabajaba en el banco. En el banco la conocí y nos hicimos amigos. Cuando fuimos amigos llegamos a la conclusión de que nos gustábamos mutuamente y debíamos ir más allá. Cuando fuimos más allá, todo se jodió.
Silvia era una chica loca, divertida y relajada. Su faceta de modelo (aunque en un principio no le creí, hasta que la vi modelar en el Palacio Real Felipe del Callao) la hacía conocer el mundo de la noche con más alternativas que mis escasas ideas para pasar una desenfrenada jornada nocturna. Paseábamos por Miraflores, San Isidro, San Miguel y terminábamos en algún hotel de la Perla. Todos los fines de semana salíamos a discotecas, solos, pero el día de su cumpleaños decidimos invitar a dos amigos, una colombiana, Fiorella, que se estaba quedando en su casa desde que llegó al país en busca de un nuevo futuro, y, su amigo (aunque yo sospecho que era su ex novio, amante o agarre) Gustavo, un arquitecto potentado y millonario del norte de la ciudad. Mi situación económica era mala. Había invertido demasiado en mis salidas nocturnas y no tenía como responder al cariño de Silvia con algún regalo significativo. No le obsequié nada.
Gustavo sugirió ir a tomar unos tragos al Marriot de Miraflores y un punzante escalofrío recorrió mi cuerpo. Silvia me dijo al oído que no me preocupara, que su amigo pagaría. Odié escuchar eso, pero no tenía alternativa. Silvia dejó en claro a su amigo, ex novio o ex amante, que yo era su nuevo amigo, novio o amante. Así que el arquitecto se dedicó a enamorar a la joven colombiana que tenía unos ojos preciosos. Cuando llegamos al Marriot pedimos unas cervezas. Charlamos. Silvia y Gustavo, por el tiempo que se conocen, llevaban el ritmo de la conversación.
Hablábamos de las parejas, de los hombres, las mujeres, el amor y el sexo. Cuando terminamos las cervezas, decidimos ir a Pueblo Libre, al bar Queirolo a tomar unos tragos. Primero fui al baño del hotel y quedé deslumbrado con el lujo del lugar. Salimos y tomamos un taxi rumbo al bar. En el camino no hablamos mucho. Caminamos por esas calles históricas de Pueblo Libre, por un camino de faros y maseteros gigantes. Llegamos al bar Queirolo. No había nadie más que nosotros.
Pedimos un par de vinos. Faltaba poco para la media noche y la llegada del cumpleaños número veinte de Silvia. Nos alegramos un poco con el vino. Las risas eran más frecuentes y los temas más candentes. Gustavo dejó de esconder sus claras intenciones de acostarse con Fiorella, la chica colombiana, pero ésta sabía torear los embates de aquel hombre excitado y libidinoso. Silvia y yo nos repartíamos besos más cariñosos. Como siempre sucede, el alcohol te brinda una efímera felicidad, un éxtasis que no dura lo que dura el brebaje en nuestras venas, nos pusimos cariñosos, jugábamos con nuestras manos, nos decíamos cosas al oído, embriagados de felicidad ficticia, imaginando que estábamos en el paraíso del vino, libres, sin tapujos y temores.
Gustavo lanzaba sus mejores dardos contra la pobre Fiorella que era la más sana de los cuatro, asustada seguramente de haber conocido a tres peruanos locos por el sexo y el vino, haber dejado la familiaridad de su país, Colombia, donde vivían sus padres y el amor juvenil que dejó atrás por ir en busca de un futuro lejos del terrorismo y el desempleo. Gustavo, en sus divagaciones y balbuceos, decía cosas comprometedoras del pasado de Silvia, recuerdos íntimos que dejaba picando sobre la mesa. No hice caso, igual, no convenía pelearse con el que iba a pagar todo.
Me levanté para ir al baño. Caminé zigzagueante rumbo a los servicios higiénicos. No me percaté que alguien me seguía. Era Silvia. Me empujó contra la puerta del baño. Entramos juntos y comenzamos a besarnos. Los besos eran desaforados, rudos e intensos. Ella estaba tan ebria como yo. Solo nos manejábamos por el instinto del placer. No dejamos de agitarnos y confundirnos entre nosotros. Salimos del establecimiento. A tientas logramos tomar el taxi de regreso a casa. Llegamos a la Perla y dejamos a Silvia y a Fiorella. Cuando regresé al taxi, Gustavo se había ido. Me dejó botado.
Esa noche regresé caminando a casa. Pensando en la nueva vida díscola que había comenzado. Silvia había desatado la peor parte de mi, esa que apareció de pronto, haciéndome olvidar que soy un sedentario escritor y no un chico bohemio de la noche. A las semanas Silvia y yo, terminamos.
Rodolfo Ulises Rodas Oré
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