Por: Un hincha de Universitario
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Mi papá me llevó una sola vez al estadio. Hasta ahora lo recuerdo. Yo tenía casi 13 años, él compró una entrada para oriente, me subió en sus hombros. Cada paso, cada escalón, cada latido, la bulla crecía y mi emoción por entrar al estadio también. No me alcanzaban los ojos para mirar.
Salió primero Alianza entre papelitos y aplausos de la tribuna Sur, pero a los dos minutos saltó a la cancha Universitario, con sus camisetas y un crespón negro en el hombro que no sabía por qué lo llevaban. Y, en la vida, pasan cosas que uno no puede explicar. Mientras ellos se acercaban a saludar yo sólo quería abrazarlos y decirles que pronto iba a entrar con ellos, quería estar a su lado recibiendo el aliento de esa hinchada que celebraba el hecho único e irrepetible de ese enfrentamiento.
Grité fuerte, muy fuerte en explosión de alegría. Mi padre mi miró y en sus ojos adiviné una simpatía por el rival. Ganamos 2-1 y mi padre sólo gritó un gol. El de ellos, el de los otros, el de los enemigos. A la salida no habló y dijo que nunca más me llevaría al estadio, que tenía que aprender a comportarme. Mentía, estaba dolido por la derrota, porque en el fútbol todos jugamos, porque el fútbol es la explicación más certera de la vida. La concepción de la humanidad se encuentra en una cancha: 22 hombres se enfrentan y buscan su mejor estrategia para someter al rival: 11vs 11. Seres iguales pero diferentes.
Los defensas: hombres recios y fuertes que a veces se distinguen entre ellos por algún nivel de elegancia, pero cuya labor es la misma: proteger, cuidar, defender. La defensa es el ejército digno que repele cualquier tipo de agresión. En la volante –un poco más arriba- están quienes ayudarán al ejército y destruirán el nacimiento del peligro. Pendientes, con los dientes apretados, ubican cualquier intento audaz de incursión y trasladan –solucionadas las urgencias- el balón hacia la inteligencia y la belleza. El armador, que es el brillante del salón, el genio que inventa trucos para que el público sea una licuadora de emociones y el balón se acerque más a la felicidad. Lo acompaña siempre alguien de su raza que intenta hacer lo imposible fácil. El asesor y realizador ejecutivo de la delirantes fantasías de si jefe.
Arriba están esa especie de fantasmas que se deslizan en la peligrosa pendiente que limita entre la alegría y la tristeza. Los complementadores de sueños, los que menos trabajan y más ganan. Los ángeles preciosos que mueren desfigurados cuando no tienen la valentía del penetrar el alma contraria y provocar el orgasmo vital de 30 millones de personas. El gol es el orgasmo del pueblo. Si usted mira con atención un partido de fútbol, verá que esos 22 jugadores y los que puedan entrar después se encuentra la absoluta distribución del mundo: Obreros, inteligentes, creativos, oportunistas, jefe, fríos, vivos, locos, violentos, todos.
Todo el comportamiento del mundo se resume en el fútbol. Por eso, el gerente de la fábrica más poderosa y el empleado de la labor más pobre pueden confundirse en un abrazo interminable: cuando la bendita pelota ha pasado esa línea blanca paralela al travesaño. Por eso, cuando nuestro equipo gana los hombres trabajamos o estudiamos alegres y el gobierno aprovecha para subir los precios. Si usted mira un Mundial podrá comprender a cada país en su real medida, podrá imaginar cómo pelearán en una guerra y cómo les harán el amor a sus mujeres o cómo sus mujeres les harán el amor. Porque el fútbol es el reflejo más exacto de un país.
¿Por qué cree que no llegamos a un Mundial?, ¿Por qué cree que vivimos de fantasías? Sin embargo, no hay un día en que no nos sintamos más peruanos que cuando juega Perú. Cuando esos 11 jugadores que son el resumen de todos nosotros nos llenan de esperanza y las calles quedan vacías. Cuando antes del partido sentimos un profundo orgullo de haber nacido en este país de silenciosos gemidores. Cuando perdemos, gritamos, lloramos y el futuro nos sienta en la silla o en la cancha una vez más para ver a nuestra síntesis queriendo cambiar la historia de un país de perdedores.
Usted pensará que me contradigo en mi profundo amor por los colores crema y rojo. No lo hago y no tengo ganas de explicarlo a los que odian el fútbol o se sienten superiores al odiarlo. Su inteligencia, su alto nivel no les permite alcanzar el perfume mágico del fútbol y menosprecian, ridiculizan, al amante, al soñador. ¡Pobres!. Que vacíos sus días en los que todo un país se levanta, que tristes sus insultos hacia la inteligencia de los jugadores y los periodistas, que pobre su concepto de inteligencia y belleza.
Volviendo a lo anterior, mi padre nunca más me llevó al estadio. La segunda y tercera vez decidí ir solo. Ese día perdimos y yo grité llorando: ‘’Este es el peor día del mundo’’. Se acercó a mí un tipo desconocido que el día de hoy es más que un hermano para mí, ese día me enseñó, regalándome una vincha crema -que hasta el día de hoy conservo- , que el verdadero hincha siente siempre orgullo por su equipo y lo acompaña en las buenas y en las malas.
La primera vez que fui al estadio con mi papá fue un clásico y los cremas salieron con un crespón negro. En ese momento no supe por qué lo llevaban, porque yo en mi camiseta virtual imaginaba que también lo llevaba. Posiblemente ese día mi padre comenzó a morir en mí y luego se hizo entre nosotros un eterno minuto de silencio.
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