Son las once de la mañana y los rayos de sol ingresan por mi ventana directo a segarme los ojos. Me duele la cabeza por la borrachera que me metí ayer con mis patas de barrio, aunque yo detesto decir que estuve borracho, prefiero decir que me embriagué, me pasé de copas o me excedí al libar unas birras con mis amigos.
Para cualquier persona llamarse Gustavo Gildemeister es una bendición de Dios; sin embargo, para mí ha sido una cruz muy pesada de llevar en mis 17 años de vida. Estoy seguro que todos los que llevan el mismo apellido alemán que yo han podido levantarse a las mejores flacas de su entorno social y han tenido mucha suerte en el amor. A diferencia de mi, que soy un fracasado en las cosas del corazón. Un tipo solo con fama de pavo y maricón.
Mi apellido Gildemeister no me aseguró belleza física ni dinero. Mi papá es en realidad un bastardo producto de la calentura sexual del hijo de un hacendado, Aurelio Gildemeister, con la ama de llaves de su hacienda, mi abuela. Por lo menos mi abuelo Aurelio firmó a mi padre y me regaló un apellido impronunciable que hoy se luce en la fachada de una tienda de autos en la avenida Javier Prado. Demás está decir que los dueños de la hacienda echaron a mi abuela de la casa y ella tuvo que emigrar a Lima en busca de un futuro mejor con su hijo en brazos, aunque ya había logrado ‘mejorar la raza’. Esto explica que si bien tengo algunos rasgos europeos, soy gordo, chato y misio.
Yo no sé porque las mujeres nunca se fijan en un hombre inteligente, educado, noble y con cualidades de trovador. Ellas prefieren los pendejos, rubios y arrechos. Si bien yo cumplía la característica de ser medio rubio mi baja estatura, mi gordura y la fama de pavo y maricón que tengo me convirtieron en un rechazado por las mujeres de la peor manera. No puedo dejar de lamentarme por tener tan mala suerte en el amor, pero debía intentar por última vez gilear a una flaca.
Mi amigo André, un tipo de barrio, me invitó a una fiesta en Balconcillo para levantarme la moral. Por la zona donde era la fiesta pensé que me iba a ser más fácil encontrar una víctima para desfogar mi pasión aguantada por 17 años; sin embargo iba a pasar terribles humillaciones.
Tenía que darme valor y junto a André tomamos parte del whisky Old Parr que le robó a su viejo. Me acerqué de frente donde una rubia de exuberante figura y le pregunté si quería bailar, ella me dijo ´´No, gracias’’, cagándome olímpicamente. André me sugirió que no invite de manera tan cordial a bailar a las féminas sino que solo me ponga cerca de la víctima, baile un poco, la siga con la mirada hasta que roce mi cuerpo con el de la ella.
Le hice caso a mi amigo, saque a bailar a una linda chica, la agarré de la cintura, perreamos un rato e intenté agarrármela pero se escabullía de mis garras. Nos sentamos a conversar porque el protocolo así lo manda. Fue ahí cuando apelé a mi apellido Gildemeister para darle más valor a mi persona. La flaca se paró intempestivamente y me dijo ‘‘lo siento yo soy judía, si mi papá se entera que me gusta un alemán me mata’’.
Definitivamente la suerte no estaba de mi lado, pero mi espíritu masoquista me llevó a invitarle un trago a una chica de cabello ondulado que accedió con una sonrisa pícara. Bailamos una canción de La Charanga Habanera y se meneaba sensualmente para el deleite de mi mirada. Cuando me propuse llevarla a un lugar más tranquilo apareció un gringo alto, musculoso y de agradable apariencia. El gringo solo atinó a guiñarle el ojo a mi dama acompañante y ella se fue con él, dejándome parado en la pista de baile como a un perro sarnoso.
Completamente devastado me sentí en la necesidad de ahogar mis penas refugiándome en el líquido elemento. Por suerte quedaba media botella de Old Parr y algunas chelas que regalaban los organizadores de la fiesta las cuales las tomé con mi amigo André. Entre copas le conté todas las desgracias de amor que he pasado a lo largo de mi vida, el no decía nada sólo me consolaba invitándome un pucho o sirviéndome más alcohol hasta que llegó el momento de las lágrimas. Le decía que al apellidarme Gildemeister vendía mucho humo, las mujeres esperan que sea un tipo con dinero y muy guapo. Mejor hubiera tenido un apellido normal y no se generaban tantas expectativas.
Tenía ganas de refregarle en la cara a esas mujeres que me chotearon la calidad de hombre que se perdían, pero, por suerte, André me sacó del tono para invitarme un Chifa. Bajamos caminando hasta la avenida Santa Catalina y entramos al restaurante oriental Wa Lei, el mejor de la urbanización. Pedimos arroz chaufa con Tipakay y una fuente de Chijaukay con wantán frito. El problema llegó cuando la cuenta salió 45 soles y mi amigo André solo tenía un billete falsísimo de 50, la única opción era irnos corriendo del local, pero, con la valentía (y cojudez) originada por el trago me dio la fuerza de tomar el billete e ir a pagarlo en la caja. Le dije a la cajera que se quede con el vuelto y me traiga en un taper lo que sobró de la comida. La señorita me dijo que era un fresco, conchudo y burlón porque el billete era falso. Ordenó el cierre de las puertas y llamó a la policía.
Todo se estaba saliendo de control. La noche en la que iba a gilear a una flaca rica se convirtió en mi peor pesadilla. Llegó la policía y nos metió al patrullero para llevarnos a la Comisaría de Apolo en la que fuimos retenidos juntos con unos delincuentes que estaban sangrando. Yo apelé a mi apellido Gildemeister para que me dejen libre; sin embargo, el oficial me dijo que ese apellido no tenía influencias en su institución y lo que vale es la plata así que si colaboraba con su persona era la única manera de evitar que tenga que llamar a mis padres para sacarme de esa sucia pocilga que llamaban comisaría.
Yo estaba muy asustado, caso contrario mi amigo André quien llamó a su papá, coronel de la PNP. Su padre llegó a rescatarnos luego de propinar una larga lista de insultos contra su hijo por cometer tal estupidez. El comisario le pidió disculpas al papá de mi amigo y arremetió contra mí: ‘‘Mi coronel, su hijo es una persona muy tranquila, pero tiene que fijarse con quienes se junta. Ese muchacho es una mala influencia para él’’. Yo estaba desconcertado. El puto policía intentó desprestigiarme en una actitud cobarde de chupamedias, de sobón y huelepedos con su superior. Claro, nunca llegan cuando hay asaltos, asesinatos, robos, pero cuando dos adolescentes indefensos cometen una palomillada ahí están jodiendo la vida. Al final salimos de ese centro policial, por supuesto no pagamos el chifa y me dejaron en la puerta de mi casa.
Qué otra desgracia podía ocurrirme. Aún seguía bajo los efectos del licor y no estaba nada sobrio. Abrí con la llave correcta la reja de mi casa, pero mi borrachera me nubló la mente e introduje la misma llave con la que abrí la reja en la puerta principal de madera. Obviamente esta no se abrió y yo continué forzando la chapa hasta que la llave se rompió y la mitad de esta quedó atrapada dentro de la chapa. La empleada me salvó de los gritos de mi padre. La llamé a su celular y me abrió la puerta de forma cómplice, pero me dejó tirado en mi cuarto. Creo que ni a ella hubiera podido gilearme.
Ahora, son las once y media de la mañana y los rayos del sol continúan ingresando por mi ventana directo a segarme los ojos y a refrescarme la memoria de mi triste noche de viernes. Bajo las escaleras corriendo para ir al cerrajero y arreglar la chapa, pero me encuentro con mi papá cerca de la puerta y con una cara de adolescente me pregunta: ‘Gus, qué tal el tono, ¿A cuántas flacas te agarraste ayer?’
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